2021 – Cien años de vino en uno

Fue un año difícil de calificar. Creo que todxs sentimos una montaña rusa de emociones que no nos abandona ni en los últimos instantes de diciembre. El vino, como buen espejito de quienes somos, también formó parte de ese parque de diversiones que se llama 2021. Año pandémico que nunca olvidaremos y que estoy segura, cuando miremos hacia atrás, también veremos con orgullo. 

Enero.

Viaje a Mendoza. Si miro el carrete del celular me muestra un sol arrasador, una ruta 7 vacía, pura incertidumbre, la duda constante sobre qué me encontraré en las bodegas. Venían de un año de pandemia, habían tenido que vendimiar el 2020 como se pudo, surfeando un covid que a veces les dejaba la mitad del personal afuera. Sin embargo una alegría característica de esta provincia de oro en forma de uvas, me recibió con los brazos abiertos. Muchas bodegas aún estaban cerradas al público (y permanecerían así varios meses más). Por las noches poca gente en Arístides, poca gente de Buenos Aires y cero turismo extranjero. Mendoza, en modo paciencia. 

2021 fue el segundo año que le permitió a enólogos e ingenieros agrónomos concentrarse en sus pendientes. Mucho estar en la viña, en las bodegas, mirar lo que a veces en la velocidad de los días era imposible ver. Muchos emprendieron gracias a este tiempo la innovación que tenían en mente, o buscaron nuevas cepas, o nuevas formas de vinificar. 

Febrero, marzo, abril.

La vendimia 2021 fue un placer desde el comienzo. Cortando el país en auto, volví a hacer los mil kilómetros que nos separan de la cordillera con el Ka repleto de sillas, lámparas y ropa. Derechito, derechito, a eso de las siete de la tarde, el sol cae sobre los ojos en el parabrisas dejándote un poco ciega y bastante cerca de la montaña. Estás llegando al borde, las 12 horas de manejo te depositan en un oasis de vides y pendientes.

La Mendoza verde es la mas linda de todas. Ya ha pasado su carrusel de lluvias, de enveros, zondas y heladas. Las pepitas cuelgan por doquier, se bambolean al lado de la ruta, presumen su color de vino, su redondez de luminaria. Allí, al costado de los ojos, esperando la mano que las toca, que las exprime, que las arranca. El vino empieza a ser fiesta, la tensión en los ojos de los que deciden, una nubecita demás alcanza para revolucionar una tarde. Todo en vendimia es un tiempo aparte, todo es parte de un ritmo que no le corresponde a la cabeza, todo es sonrisa animal. Para vendimiar hay que abrir los poros, hay que estar receptiva a la tierra, escuchar el aire, rendirse al sol, al cansancio de la espalda, a las manchas de las manos y el pegote en las tijeras. Vendimiar es una gran meditación que hacemos con las vides, es la religión de quienes no tienen religión, es la música de los que no tienen canto, es la luz de los que viven en la sombra. La vendimia es un portal, algo que no tiene explicación pero sucede, como cuando un bebé viene al mundo. Algo mudo, algo impensado algo que ni la ciencia, ni la poesía pueden ponerse a explicar. La naturaleza tiene su propio idioma. 

Por las noches hay que medir el azúcar. Refresca las estrellas de Luján de Cuyo y nos ponemos las camperas para ir a la bodega. Los 35ºC de la tarde han quedado en el olvido. Los tanques y las barricas dejan escuchar su recital bajo la luna llena. Se siente la efervescencia, la fiesta loca de las levaduras. Se mide el brix en cada tanque, se enfría lo que se acelera, se calienta lo que viene lento. Se deja todo limpio, se apagan las luces y se pone la alarma. La fiesta continuará por unos días más. La noche espera afuera, con su colchón de grillos aullándole al cielo. En el verano todo es del orden de dios, todo corresponde a lo que no se conoce, todo es de alguna manera inexplicable. 

Mayo, Junio, Julio.

Mayo parece agarrarnos del pelo y tirarnos para atrás. -“Un momentito, ¿a dónde ibas?” -Nos dice la cuarentena. Confinados por un tiempo, volvemos a nuestros rituales de pandemia: cocina, vino, zoom y balcones. Es tiempo de mirar los techos. Pero Junio es el mes del sommelier que nos despabila del letargo. Hay mucho por hacer aún. 

Julio me despierta con “-Viernes al mediodía cata de vinos de arcilla”. Voy como puedo a Mendoza, en avión esta vez. Aprender a podar es aprender el verdadero arte de hacer vino. Charly me explica su método de vigor y capacidad, me habla de filosofías mientras intento con miedo cortarle los brazos a una planta. No es una pavada, una buena decisión en la poda traza el abismo que existe entre un bueno vino y uno malo. La clave es la individualidad: “El suelo no cambia, la mirada es lo importante”.

Agosto, septiembre.

En agosto los fuegos y la nieve. La Mendoza blanca también es la más hermosa! Tiempos de reclusión, de pensamiento, de charlas. Las miradas que hablan más que los gestos, los juegos en la mesa, las vacaciones infinitas encapsuladas en unos días. Somos frágiles, una especie vulnerable, “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decían Marx y Engels. Y así se voló como un zonda abnegado de calor, todo lo que dijimos, todo lo que nos prometimos, todo lo que alguna vez nos hizo bien.  

Septiembre. “Honey, honey, honey, baby, ya dejemos de llorar, te veo ahí en media hora, no te olvides, nos largamos de aquí”. Sexto viaje a Mendoza, esta vez de la mano de Sorrel, ruta, charla y siete días en la vida nunca vienen nada mal. Sobre todo para darte cuenta. La Mendoza hostil no existe, si la vida te da limones… haremos limonadas.  Entonces amigxs, charlas, risas y vino.  “Falta la parrilla… lo hacemos al horno”. La secuencia interminable de lo luminoso que te salva, el amor por sobre todas las cosas, el aire que se necesita para llegar al verano. Mendoza se prepara de a poco para el extranjero, ya todas las bodegas abiertas aprendieron algo del pasado. El túnel del covid muestra una luz. Los que emprenden siempre emprenderán. 

Las vides comienzan su lloro… las miro… parecen llorar lo que no puedo. 

Estalla la crisis del vidrio. Explota un horno en Verallia. De manifiesto ya lo monopólico de la industria de las botellas. Las bodegas pequeñas no consiguen, las grandes sufren modificaciones. Como hormigas se mueven las cosas para intentar paliar la situación. Se habla de nuevos empaques, se discute quiénes tienen la manija, se ayuda a los que se caen, y se baila el baile de los más feos. Volvemos con todo eso en la cabeza.

Octubre, noviembre.

Dos sommelier salen por la TV pública haciendo una cata de vino en Tetra-brick. Estallido social, gente arrancándose los ojos. Los paladines de la verdad salen a la luz para explicarnos cómo se toma el vino. La cultura de la cancelación hace su triunfal pasada por la pasarela. Mientras el vino trata de bajarse del pedestal, muchxs se parapetan y todxs pensamos cosas profundas. ¿Cuáles son los límites? ¿Quién dicta las reglas? ¿Cuál es el problema real? 

Sputnik, mi amor. Sorrel vuela a Moscú, la Unión Soviética vuelve en forma de platos. La sofisticación se mezcla con la memoria. Contar el vino y la gastronomía, aprender a que te atraviese la cultura, a que no impacte sobre la piel, que no se caiga y estalle en el piso. Rusia me deja la impresión de un mundo, a veces lo más alto se parece a la raíz. 

En noviembre me voy para arriba, literal. Un viaje a la cava más alta del mundo. Cachetazo de la Quebrada mostrando la dimensión real de las cosas. Jujuy con sus vinos desordenados y únicos. Sus vinos que hablan otro idioma. En medio de un socavón minero en Uquía, de la mano de Claudio Zucchino a 4.000 metros de altura, lloro. Por fin lloro las lágrimas contenidas. Será que pronto seré pepita. Y sueño el sueño de la altura y bebo los vinos de la Pachamama. La tierra habla más fuerte. Las soledades que nos atrevemos a vivir son las que luego no nos dejan solxs. Los “Apus” dicen cosas al oído, y entre té de coca y té de coca, las fichas caen como roció a la conciencia. 

Diciembre 

El final nos pisa los talones. La pantalla rompe su valla infranqueable. La corrida de toros más grandes de la historia. Cien años de vino en uno. Todxs a vernos, a saludarnos, a sentirnos nuevamente el olor. Brindamos por el año más largo de nuestra vidas, el más intenso, el más inexplicable. Brindamos porque sobrevivimos, porque aún nos queremos, porque todo sigue en pie. Había probado este vino de 30 años en la cata de la D.O.C. Luján de Cuyo, y mirando la etiqueta pensé que era increíble lo que las épocas eran capaces de hacerle al mundo. En la etiqueta los colores de mis 11 años, la tipografía de mi infancia, la textura palpable de mi memoria. El tiempo es un hermoso artefacto que inventamos para tocar las cosas invisibles. El vino es una hermosa palabra que se dice al beberla, que te invade, que es capaz de adueñarse de tu cuerpo y decir a través de tus ojos las verdades más profundas, las alegrías que no podes esconder. Brindo porque me llevo para siempre este año en la memoria, como la huella de un borcego que pasa muy cerca de tu alma. Las luchas muchas veces cambian, los escenarios muchas veces mutan, es solo en ese movimiento que entendemos quiénes somos. Es en la verdadera metamorfosis donde puede verse lo perenne. El movimiento es lo único seguro, el único eslabón que sostiene la montaña.

Por un 2022 lleno de emociones. Salú!

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